Follar en el Majestic

Había una serie de protocolos que seguir antes de llegar a la suite del ático. Pregunté en recepción y alguien hizo una llamada en voz muy baja, como si le hablase al cuello de la camisa. Un minuto después me confirmó que alguien me podía acompañar hasta el final del pasillo para empezar el recorrido ascendente. Mientras avanzaba reparaba en detalles que me hablaban de lujo. La moqueta bajo mis pies me hacía sentir que flotaba, que me deslizaba entre algodones: todo era silencio y confort. Tanta pompa me parecía excesiva, ni siquiera tengo el vocabulario para describirlo, yo solo quería llegar de A a B y, una vez allí, pasar un buen rato. 
Unos pisos después golpeé la puerta con los nudillos. El hombre que me abrió la puerta era maduro, poseía un frondoso bigote oscuro y, a través de su bata de seda, atisbé un apetecible cuerpo neumático aunque depilado. Un punto menos para él. Quise darle un beso pero la rigidez de su lenguaje corporal lo echó por tierra. Atravesamos el salón de su majestuosa suite y llegamos hasta el dormitorio. A la derecha, un gran ventanal y la terraza con vistas al Paseo de Gracia. Se quitó la bata y se quedó en calzoncillos. Parecían salidos del vestuario de una película del espacio, con ese acabado dorado que redondeaba las nalgas hasta convertirlas en algo puramente artificial. Mi polla empezó a sumirse en la indiferencia. 
Aquel hombre era un analfabeto sexual. Desconozco el motivo. Era un prestigioso editor de moda y había alcanzado el éxito. Pero no le servía de nada. La rigidez de su cuerpo era lo contrario de un afrodisiaco, su inseguridad aniquilaba todo asomo de deseo. No tenía ninguna iniciativa ni picardía. Todo aquel lujo para qué. Los calzoncillos espaciales debían de costar un riñón. Por alguna razón pensé en ellos mientras trataba de estimular sus pezones con mi juego de lengua. Nada ocurrió. O mejor dicho, sí. La certeza de estar perdiendo el tiempo. Le dije: «esto no está funcionando, me largo». Él asintió bovinamente. Por sus venas no corría sangre sino alguna bebida vegetal. Me vestí deprisa y suspiré con enfado mientras me ataba los cordones de las zapatillas. Él se había vuelto a poner sus calzoncillos dorados. Cuando salí a la calle me calé las gafas de sol para amortiguar la hiperrealidad. El lenguaje universal del amor no siempre es tan universal, del mismo modo que un hotel de cinco estrellas no tiene por qué garantizarte un polvo de cinco estrellas.  

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