«Todo empezó como un juego regado por el alcohol. Me dijo que si a los maricas les gusta tanto es por algo y que no había que darle demasiadas vueltas. Estaba cachondo como un demonio y no había ninguna mujer cerca. Me lavé en la ducha, no porque quisiera sino porque él me lo pidió. Al salir, me esperaba en pelotas en el salón con una erección que era dos veces la mía. Los huevos le colgaban y se balanceaban con un movimiento pendular. Me pidió que me bajara los pantalones y que me colocara a cuatro patas contra el sofá. Obedecí y le ofrecí mi culo. Estaba jodidamente excitado por la novedad, pero también acojonado por si me hacía daño. Primero lamió aquel agujero que nadie antes me había lamido, ni siquiera mi mujer, y consiguió que me relajase de una puta vez. Estaba borracho y eso me ayudaba. Mi ojete virgen empezó a desear aquel enorme pollón a sabiendas de que me iba a destrozar por completo. Pero la cosa curiosa era esa: aún sabiendo que me iba a reventar —era más que evidente que aquel grueso tronco no podía entrar por allí— mi agujero casi parecía hablar, suplicar porque se ocupase de llenar aquel vacío. Joder, sentía una quemazón insoportable. Me dije a mí mismo que era una ocasión única y que no la podía dejar pasar. El tipo lo había hecho otras veces y siempre había salido bien. Su voz sonaba muy segura, como si le quitara importancia a la situación. Introdujo un par de dedos empapados de lubricante con bastante facilidad. Me dijo que si entraba el tercero todo iría bien, pero fueron cuatro dedos los que me metió. Los sacó de allí y los sustituyó por su mazo de carne. Estaba tan duro que fue entrando muy poco a poco. Cuando ya debía de faltar poco empecé a quejarme pero él aprovechó para meter el resto del tronco de una tacada. Entonces OCURRIÓ. Empezó a darme por el culo sin importarle las burradas que yo dijera y a partir de entonces perdí el control por completo porque me puse a llorar de gusto. Si quiero contarte esta historia es precisamente por esto, no tienes ni puta idea de las sensaciones que me hizo sentir aquel cabrón, hizo conmigo lo que quiso y me hacía gozar tanto que dejé de preocuparme de si mi polla estaba tiesa o no, de si me estaba reventando o de si aquello era algo que estaba mal. Empezó a escupirme en la espalda y a zurrar mis nalgas. Yo había dejado de estar en aquel salón, contra aquel sofá. Mi cuerpo era una gelatina que se sacudía y cuando empezó a usar sus caderas sin compasión, mi polla empezó a eyacular pesados chorros de esperma que cayeron sobre mis pies descalzos. Entonces me la sacó, se quitó la goma y empezó a descargar su leche caliente sobre mis nalgas, mientras yo me desmoronaba y la sentía aterrizar sobre mi carne. Me había usado como a una puta y lo peor de todo es que me había gustado. Y mejor haré callándome la boca porque me doy cuenta de que estas historias —por mucho que uno lo intente— nunca le hacen justicia al momento original. Son ridículas. La única duda que me quedó después de aquello es por qué los tíos seguimos empeñados en eso de ‘mi culo no se toca’. Es como decir ‘no quiero experimentar el cielo en la tierra’. No tiene ningún sentido».