Abrazar a Rob Reiner

La muerte de Rob Reiner nos ha dejado a todos sus seguidores un poco tocados por varios motivos. En primer lugar porque nadie merece morir así y en segundo lugar por el poso de tristeza que arroja sobre una trayectoria personal y profesional luminosa como la de Rob Reiner, un tipo sensato, talentoso, amable e importante para muchos de nosotros, para todos aquellos que hemos crecido amando el cine, amando sus películas.

Porque hubo un momento en nuestras vidas que fue iluminado por su talento como realizador, ocurrió durante la segunda mitad de los años ochenta, durante lo que solo podemos calificar como su etapa de esplendor como director de cine. Desde Cuenta conmigo (Stand By Me, 1986) hasta su obra maestra Misery (1990) pasando por hitos de la cultura popular como Cuando Harry encontró a Sally (1989) o el gran clásico de aventuras La princesa prometida (The Princess Bride, 1987). Durante esta época Rob Reiner nos demostró que atesoraba lo mejor de Hollywood, no solo era un portentoso narrador de historias sino que tenía una sensibilidad propia. Sus comedias resultaban frescas porque sabían eludir los lugares comunes del momento, sus dramas sabían sortean lo facilón y lo sensiblero, sus coqueteos con el thriller de terror elevaron la materia prima del Stephen King de Misery a la categoría de clásico mayúsculo. Despedir a Rob Reiner supone despedir a un Hollywood de vieja escuela del que él fue uno de sus últimos alumnos aventajados. Le venía de familia. Su padre Carl Reiner era toda una institución en la tradición de la comedia netamente estadounidense, y el propio Rob empezó su trayectoria delante de las cámaras en la célebre sitcom All In The Family.

Su carisma resultaba desbordante y eso le llevaba a menudo a ser reclamado como actor por colegas de profesión. Nosotros siempre lo agradecíamos. Nos encantaba que se colase en títulos predilectos como Postales desde el filo (Postcards From The Edge, 1990) o El lobo de Wall Street. Porque además de ser uno de nuestros directores favoritos, caíamos rendidos ante su aplomo personal y su irresistible constitución física de gran oso polar. Tropezarse con una imagen de Rob Reiner nos daba ganas de abrazarle, así era de adorable. Bastaba con ver sus películas para comprender que este hombre era un gran humanista, bastaba asomarse a la franqueza de su mirada para que se te cayeran las bragas al suelo.

Siempre he pensado en él cuando estoy escribiendo una novela de Palabra de oso. Sin ir más lejos, la gran fantasía encarnada en el personaje de Theodor Kaplan tiene mucho del propio Rob. En cierta manera, Theo es la versión gay de Rob Reiner. Ambos están esculpidos por las hechuras del amor, de la lealtad, de la sensibilidad artística. Y despedir a Rob Reiner supone decir adiós a muchas cosas, todas ellas muy queridas. Leíamos en el Instagram del podcast Vigilante que su trágico fin supone también el fin de una era, la de un Hollywood en extinción, en plena absorción por la era del streaming y sus adocenadas maneras. Pasó lo mismo a finales de los años sesenta con la atroz muerte de Sharon Tate. Sus titulares sensacionalistas actuaron como punto final de aquel Hollywood joven y revulsivo destinado a cambiarlo todo. La despedida de Rob nos deja el cuerpo con una turbia sensación igual de premonitoria. Es el final de una era y no estamos muy seguros de que nos guste la que tenemos por delante. Porque todo aquello que encarnaba la figura de Rob Reiner, su cine, su sencillez, su manera de hacer, su condición de artesano, de repente nos parece ya de otra época. Pero una época en la que nos quedaríamos a vivir para siempre, y lo haremos en cierto modo volviendo a sus películas, invocando el espíritu de las cosas bonitas. Gracias por todo, Rob.

Recordando a Gailard Sartain

Por algún motivo el año pasado se me antojó revisar la filmografía de Alan Rudolph, realizador formado como discípulo del gran Robert Altman, y quien a su vez consiguió un estilo particular, marcado entre otras cosas, por su libertad creativa y por el amor que profesaba a sus personajes/actores. Como Altman, Rudolph gustaba de rodearse de elencos amplios cuyos rostros acababan colándose una y otra vez en sus producciones. Una de las caras que más me llamó la atención durante este ejercicio de revisión de la filmografía de Rudolph fue la de un actor cuyo nombre resultaba desconocido para mí, Gailard Sartain, quien —según acabamos de saber— nos dejó el pasado jueves 19 de junio.

Por su físico y su aspecto tirando a vulgar, Gailard se reveló como el actor perfecto para esos pequeños roles, desde el ayudante del sheriff, al hombre común o al candidato para una pequeña alcaldía. Con todo, su nombre nunca destacó a la altura de célebres actores secundarios de los que hemos venido ocupándonos en esta web, tales como Allen Garfield, Ned Beatty o un Brian Dennehy. Durante la redacción de este post no ha dejado de darme vueltas la idea de que a Gailard quizá las cosas le hubiesen ido incluso mejor en caso de haber tenido un nombre artístico con más gancho. Incluso en los comentarios que he leído en foros dedicados a su memoria, observo que sus seguidores a menudo escriben mal su nombre, cambiándolo por Gaylord (este me encanta) o cosas similares.

El caso es que a Gailard la fama le encontró de manera accidental. A finales de los años sesenta del pasado siglo, decide desplazarse desde su Tulsa natal hasta Nueva York, donde trabajó como ayudante de un reputado ilustrador, un paisano suyo llamado Paul Davis (The New Yorker, The New York Times, Playboy). Tras su periodo neoyorquino Gailard decide regresar a Tulsa para terminar sus estudios y pronto empieza a trabajar como operador de cámara en una televisión local. Será en esta pequeña estación de televisión, la KTUL-TV, Channel 8 de Tulsa, donde en el año 1971 pone en marcha su propio show: The Uncanny Film Festival and Camp Meeting, un espacio dedicado a la emisión de películas de terror en el que Gailard asume el papel de anfitrión, con su alias de Dr. Mazeppa Pompazoidi junto a Jim Millaway, su copresentador. Las crónicas de la época nos cuentan que la originalidad del programa y su humor salvajemente inventivo se anticipó a tótems televisivos posteriores como el Saturday Night Live. La verdad sea dicha, con estas credenciales iniciales el bueno de Gailard ya nos tenía medio conquistados. Será poco después, en el año 1973 cuando sea contratado para el papel de Sheriff Orville P. Bullmoose en la serie Hee Haw, un programa humorístico que combina sketches y actuaciones musicales en el contexto de un pueblecito ficticio de la América rural, en pleno cinturón del maíz.

Ese será el verdadero lanzamiento de su carrera y también su principal aval. El nombre de Gailard Sartain estará vinculado a dicha serie hasta el año 1992. Mientras tanto numerosos directores, muchos de ellos renombrados, recurrirán a él para pequeños papeles. A Gailard lo hemos visto en el The Outsiders de Coppola, en Mississippi Burning, de Alan Parker, en The Grifters de Stephen Frears, en The Big Easy de Jim McBride, y como decíamos, en un puñado de títulos de Alan Rudolph, entre los que destacamos, Choose Me, The Moderns, Trouble In Mind o Love At Large. Paralelamente intervino en numerosos programas y series como Los Simpsons o Chicago Hope o, ya en en sus últimos trabajos, en producciones de dudosa catadura como el Texas Ranger de Chuck Norris o algún bodrio de Steven Seagal, antes de despedirse de la actuación con su participación en la más decente Elizabethtown (2005) de Cameron Crowe. En fin, una de esas carreras azarosas e irregulares que tanto nos fascinan. Como nos gusta decir, por aquí somos más partidarios de las erráticas carreras de los actores secundarios que de las inmaculadas carreras de las estrellas al uso.

Desde el año el año 2005, Gailard Sartain vivía retirado los focos del cine y la televisión. Entre los escasos datos biográficos que encontramos, se señala su faceta como pintor e ilustrador. Fallecido a los 78 años tras un largo declive físico, a Gailard (que se casó en dos ocasiones) le sobreviven sus hijos Sarah, Esther y Ben, su nieta Chloe, y su tataranieto Teddy. Puede que en España su nombre no resulte especialmente conocido, de ahí que nos importe mucho llevar a cabo este pequeño homenaje. No lo hemos dicho antes, pero contemplar su rostro en las películas de Alan Rudolph, nos llevó a recordar un hecho fundamental que tuvo lugar durante nuestros años de despertar sexual: porque la primera vez que vimos a Gailard Sartain en un cine fue con motivo del estreno de la extraordinaria The Grifters (1990), en ella Gailard tiene un papel episódico como Joe, el casero de Myra, la fulana que interpreta Annette Benning. Hay un momento en el que Joe le reclama a Myra las semanas de alquiler impagadas. Myra se desnuda y le recibe sobre la cama de su habitación, exhibiendo sus apetitosas curvas, dándole a elegir entre el dinero que descansa en la mesita de noche o la mercancía que se le ofrece a la vista. Gailard se maldice a sí mismo por su debilidad y por ser tan susceptible a los placeres de la carne. Enseguida sabremos qué decisión tomará. Algo parecido nos pasa a nosotros. Somos así de básicos y siempre recordaremos esa escena, del mismo modo que siempre recordaremos a Gailard. ¡Buen viaje, precioso!

Denis Ménochet appreciation

Cualquier excusa es buena para sacar de nuevo por aquí a nuestro querido Denis Ménochet. El trailer de lo nuevo de Guy Maddin, la sátira política Rumours, nos ha advertido de su presencia en la película en el papel de un diplomático francés. La cinta está producida por Ari Aster, quien ya reclutó al actor para su controvertida Beau Is Afraid. Parece que Denis sigue labrándose un camino en el ámbito internacional en roles secundarios pero meritorios. Los seguidores de esta web ya saben de nuestro cariño por la galería de actores secundarios, brutos, atractivos y siempre carismáticos. Yo creo que lo próximo es verlo en una de esas adaptaciones de viejas novelas de Agatha Christie con amplios elencos estelares. Ay, Denis, qué bien te sientan los años.

M. Emmet Walsh, el hombre del traje amarillo

Si lo pienso bien, M. Emmet Walsh (la M era de Michael) era el último de su estirpe, el último grande de una extraordinaria generación de actores secundarios anglosajones de cuyas ausencias nos hemos ido ocupando en esta web en estos últimos años. Nos han ido dejando Brian Dennehy, Allen Garfield, Edward Asner, Ned Beatty, Bob Hoskins, Paul Sorvino, Charles Durning o Wilford Brimley, y ahora Emmet, lo que equivale a decir que estamos cerrando ese gran ciclo imperial del Hollywood que conocimos en las gloriosas décadas de los setenta, ochenta y noventa del pasado siglo. Punto y aparte, y un minuto de silencio, por favor. 

A Emmet Walsh (Nueva York, 1935-Vermont, 2024) lo conocimos en los años de nuestra tierna adolescencia. Era uno de esos secundarios rotundos, carismáticos, con un extra de carácter que se las apañaba para colarse en muchas de nuestras películas favoritas, tales como ¿Qué me pasa doctor?, The Jerk, Blade Runner, Blood Simple, Raising Arizona, Straight Time y muchas otras, también en otros tantos títulos de prestigio (Ordinary People, Reds, Silkwood,…) y otros más serie B (de Critters a Red Scorpion). 

Descubrirlo entre los créditos de una película siempre fue motivo de alborozo. A menudo los directores lo reclamaban para encarnar a personajes toscos, rudos y de maneras poco delicadas, todo muy acorde a su imponente figura. El crítico Roger Ebert creó una regla propia que el denominó “la regla Stanton-Walsh” cuya sentencia era clara: toda película en la que aparecían los actores Harry Dean Stanton o Emmet Walsh” era buena. 

Esta anécdota también nos da una idea de la importancia que para muchos espectadores tenía la aparición en pantalla de estos actores de reparto. Puede que sus papeles fuesen episódicos, pero sus personajes siempre tenían entidad. Emmet Walsh solía decir que esto era fundamental, lo de la entidad. Si él tenía que interpretar a un médico tenía claro que el espectador tenía que ver a un médico, no a un Emmet Walsh haciendo de médico. Afrontaba su participación en cada película como su fuese la última, literalmente, y eso se notaba siempre en pantalla. Emmet disfrutaba con su oficio y solía decir que le pagaban por hacer algo que le encantaría hacer de todos modos. Era una manera de trabajar que parece ya de otra época.

He intentado indagar sobre su vida personal y poco he podido descubrir. En su ficha de imdb no se incluye mención alguna de posibles esposas, hijos y demás. Sí sabemos que era un tío campechano al que le gustaba vivir en el estado de Vermont lejos de la histeria urbana. Era un tipo tranquilo que participó en más de doscientos títulos, incluyendo películas y series. 

Digo que es el último de una estirpe y ahora me viene a la cabeza otro favorito, el actor Dennis Franz, habitual de las películas de De Palma. Espero que le quede todavía una larga vida por delante. Porque la desaparición de Emmet nos ha dejado huérfanos de un modo casi definitivo. Como siempre decimos, nos queda el legado de sus películas y el recuerdo indeleble de su sex appeal en bruto grabado a fuego en nuestra mente adolescente. Algo que solo algunos podemos comprender en toda su magnitud. A modo de broche final dejamos constancia del fascinante artículo que la web BAMF Style dedicó al look emblemático del actor en el Blood Simple de los hermanos Coen, con ese gastado traje amarillo que lo identifica como icono imprescindible de aquella época. Aquí el enlace. 

Dicho esto, adiós, Emmet. Buen viaje ❤