Armistead Maupin y la eclosión de lo Bear

Armistead Maupin en su hábitat natural, años 80 (Getty Images)

En el año 2000, el escritor Armistead Maupin (Washington, 1944) publicó su novela “El oyente nocturno” (The Night Listener), una intriga con muchos componentes autobiográficos en la que ofrece de modo indirecto el retrato de un San Francisco en plena eclosión de lo Bear. A Armistead lo conocemos sobradamente por su recomendable serie de novelas urbanas “Historias de San Francisco” y ostenta el título del mayor cronista gay que haya conocido la ciudad. A todo esto, hoy vuelve a estar de actualidad porque Netflix acaba de estrenar una nueva adaptación televisiva de dicha serie.

Foto: Alan Charlesworth

Os dejo con un fragmento extraído de “El oyente nocturno” en el que su alter ego, el escritor Gabriel Noone, relata desde el punto de vista del veterano de la vieja escuela —y de un modo entre irónico y fascinado— lo que supuso la aparición de la subcultura Bear en la ciudad embrionaria del movimiento. 

«La acera del Pasqua hervía de osos con barba y tirantes que en otros tiempos habrían sido calificados de gordos. Aunque tenían por costumbre reunirse aquí —¿en qué? ¿manadas?—, esa mañana la presencia de hombres velludos era especialmente patente. ¿Había una convención en la ciudad?, me pregunté, ¿una migración masiva del interior? En la cafetería se oía un murmullo claramente tribal, el mismo que se escucha en un avión cuando todos los pasajeros, salvo tú, se dirigen al mismo partido de béisbol. 

Hice cola detrás de un trío de osos grises y me llevé mi emparedado de pesto y pavo a una mesa apartada, donde medité sobre mi identidad. Con mis casi noventa kilos, sabía que podía aspirar a ingresar en Osolandia. ¿Qué se sentía al abandonar el gimnasio, decir sí a los bollos de crema, comprar un peto holgado y aprender a erotizar la grasa? En principio, los osos no eran prisioneros de las apariencias. Me gustaba esa idea y la idea de resucitar la democracia carnal de antaño, cuando los esteroides y las orgías todavía no habían empujado a tantos hombres a desear un cuerpo con músculos a punto de reventar». 

(El oyente nocturno, Armistead Maupin, Plaza&Janés, pág. 113)

Tirantes

Llevaba tirantes y eso puntuaba doble, su barriga era desafiante y casi geométrica. Sentí el deseo de recostar mi cansada cabeza sobre ella. Todo en él me hablaba de armonía, mullidez y sexo del bueno. Una caída de ojos, un encogimiento de hombros y unos antebrazos peludos tostados por el sol. Al pasar por la estrechez del pasillo del tren, mi hermosa polla rozó su muslo y adquirió la contundencia de la certeza de un modo inmediato. Él me miró con aquellos ojos del color del océano y yo me quedé hechizado por la magia del momento. Ah, la certeza, otra vez había tropezado con ella.

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Ya disponible mi nueva novela de osos: ‘Diez gorditos’

Una extraña invitación. 

Una mansión aislada. 

Una improbable reunión de viejos amigos. 

Un peligro invisible. 

Un misterio que resolver. 

Palabra de Oso celebra su décimo volumen con un irresistible enredo erótico-festivo, un homenaje travieso y desenfadado a la gran Agatha Christie y a las clásicas novelas de misterio. Diez gorditos es el número más especial de toda la colección: más páginas, más carne, más sexo y un inesperado reencuentro con un montón de adorables personajes que regresan del pasado para poner a prueba la resistencia del incombustible Marc Kaplan.

Quiero mostrar mi más sincero agradecimiento a Gianorso por la preciosa fotografía que ha servido de base a esta portada tan especial. Grazie Gianni!

Puedes comprarla en formato digital y en papel a través de Amazon y iTunes.

Lee el primer capítulo de Diez gorditos.

Su gran premio


Llevaba un buen rato disfrutando de aquella polla, devorándola y saboreándola sin prisas, engullendo todo el tronco hasta sofocarse. Había conseguido despertarla y proporcionarle una envergadura asombrosa. Tras robarle unas nuevas gotas de precum, degustó el delicioso licor y decidió que la necesitaba en lo más profundo de su culo, la quería ya, en ese preciso momento, sin excusas, por el ojete, toda entera, cuan larga era, penetrando su culo gordo y agradecido. Una vez dentro apretaría las nalgas hasta endurecerlas como el metal y ceñiría su gran premio con ellas, lo atraparía, ¡estaba en su poder!, y le exigiría toda esa leche caliente que —honestamente— le pertenecía a él y solo a él. Joder, ¡se la había ganado!

La única certeza en el mundo

Una hermosa polla tiesa era una certeza y esa era una cuestión que había que valorar en toda su importancia. En otras palabras, un pollón largo y grueso surcado por venas oscuras y tejido sensible. Por momentos su mente académica casi se había visto reducida a la nada. Todo resultaba abstracto, dudoso o indemostrable. Allí era donde le había dejado la resaca de la posmodernidad. En medio de un desierto. Por eso había decidido echarse en manos de un amante tras otro. Él era un hombre gordo en la madurez de su vida cuyos principios científicos se evaporaban en la aridez del terreno. Pero él era un hombre todavía atractivo capaz de despertar erecciones rotundas en sus amantes. Porque, vale la pena insistir, aquellas pollas estaban así de duras y tiesas por él, por sus carnes generosas y armoniosas, y también por ese rostro tosco esculpido por el escepticismo. De modo que antes de ser penetrado por una de aquellas hermosas pollas se recreaba en el sabor de la certeza. ¿Estaba dura aquella polla? Cierto. ¿Se encontraba en ese estado por su causa, debido a su atractivo? Más que cierto. Cuando la dureza se abría paso a través de su carne y le provocaba aquella sensación de intenso placer su cuerpo rechoncho se estremecía como nunca, hasta el punto de eyacular unas gotas de bienvenida. Pero tal y como él lo veía, aquella bienvenida no era tanto para recibir aquella hermosa polla tiesa como para celebrar el poder y la gloria de la única certeza que existía.

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